Naim de la Montaña





Para empezar esta historia personal, la del parto de mi primer hijo Naim, tengo que confesar que nunca tuve razones lógicas para ser madre, si un poderoso sentimiento de que debía serlo.

Vivíamos en la burbuja soñada, “Humahuaca”. Saliendo del casco histórico existe una realidad más primitiva. Pastores de Cabras, gallineros, casas de Adobe, techos de chapas, algunas sin luz ni agua corriente. Entre papachos y mamitas (como se le dicen a los hombres y mujeres allí) vivíamos nosotros dos, en contacto directo con la inmensidad de las montañas, el cielo, el sol y las estrellas. Mucho silencio. Viento. Y frío. Porque a tres mil metros de altura, en Agosto, si que hace frío.

La cultura andina es sumamente humilde, conservadora, de buenas costumbres y agradecida de la tierra. Pero viniendo del sur, nos costó entablar relaciones sólidas con la gente del lugar.

Como por arte de magia, quedé embarazada; y cuanto más me crecía la panza, más crecía en mí la idea de recibir a esa personita, nuestro hijo, en un ambiente cálido, conocido, tranquilo, sin luces ni manipulaciones de gente ajena a mí. Será que sufro de pánico al hospital? Será que sueño mi muerte en lo alto de una montaña? Será que dependemos tanto del que tiene conocimiento como de la intuición que llevamos dentro? No sabía. Pero mientras tanto compartía con Marcos la lectura de libros, charlas y ejercicios de relajación con el propósito de ampliar nuestros conocimientos

Con confianza, nos abocamos a la espera del gran momento. Lejos de la familia, la incertidumbre e inexperiencia se sentía, y desde Buenos Aires percibíamos que se preocupaban mucho por nosotros.

Nos alentaba saber que enfrente de la casa que habitábamos vivía una “Mamita”. Entre todas sus labores (cocinera, portera de escuela, almacén) también ayudaba a las mujeres en el parto. Así me contó su hija Valeria, que atiende en la despensa “Melquisedec” nombre elegido en honor a su hijo de un año y 4 meses.

Quisimos hablar con ella, algunos la llamaban “La curandera”, pero como ser de otra galaxia, no le entendíamos lo que hablaba detrás de la puerta entreabierta. Algo de su respuesta fue que solo estaría disponible para ayudarnos en el parto después del mediodía y sin comprometerla con la ley del hospital. Sentí que estábamos solos.

Con anticipación nos proveímos de alcohol, gasas, toallas limpias, calefactor, agua pura, alimentos y hasta un taburete artesanal (con ladrillos de cemento) para parir en cuclillas.

Y como la manzana madura cae del árbol, el momento llegó.

Al atardecer comencé a sentir intensas contracciones, las que nos mantuvieron en vela durante toda la noche, madrugada y amanecer del siguiente día. Solos, en la intimidad de nuestro hogar nos preguntábamos cuándo la dilatación sería evidente.

Mis fuerzas se agotaban, los miedos crecían, las horas transcurrían y llegamos al mediodía. Lo que leímos estaba lejos de mi realidad, era más difícil de lo que imaginábamos. Y doloroso.

Marcos preocupado y yo muy cansada, coincidimos en llamar a la “Mamita”

Llegó a las tres de la tarde, con su viejo sombrero azul lleno de tierra, ojos pequeños, nariz chata, bajita, regordeta, de piel morena y curtida. Se la notaba cansada. Me entregué casi rendida a ella.

Su manera de hablarnos era confusa, farfullaba las palabras, observamos que a su parecer no habíamos estado haciendo bien las cosas.

Rápidamente ordenó que me vistiera y luego comenzó a darme unos golpecitos suaves en lugares estratégicos: la cabeza, la panza, la espalda, mientras me decía que dejara de jadear, que respirar de esa manera no me estaba ayudando. Mi panza estaba dura, el bebe en vez de bajar, había subido. Con la ayuda de Marcos comenzaron a balancear todo mi cuerpo sobre un aguayo antiguo (manto andino tejido a mano). También me sostuvieron de los pies y cabeza abajo, me sacudieron con fuerza. Luego sentí que el bebé había bajado un poco, y que mi panza se había aflojado.

Me dio para beber un té de Huevo de Sury (avestruz andina), era fuerte, dulce, noté que me calentó rápidamente todo el cuerpo.

Nos hizo apagar el caloventor, abrió la ventana, me pidió que me recostara sobre el colchón (sin cama) y ordenó a Marcos que busque todas las mantas y frazadas que tuviéramos para cubrirme; mientras me frotaba los pies con alcohol. ¡Cuanto calor necesitaba yo entonces! Me sentí muy contenida por su energía femenina y maternal. Me acordé de la Pachamama que es la madre tierra.


Mis contracciones comenzaron a cesar cada vez más, me dijo que quizás hasta el día siguiente no iba a parir, lo que me generó mucha angustia. Le dije que no creía aguantar un día más. Le implore a Dios, pedí fuerza. Ella se fue no sin antes pedirle a Marcos que me cocinara una sopa. Después me quedé dormida.

Volvió al cabo de una hora aproximadamente, momento en el que nuevamente comenzaron las contracciones cada vez más intensas. Cada vez que se acercaba una, yo le avisaba y ella me tendía sus manos para que se las tomara, y me hacia reincorporar levemente y pujase. Luego me volvía a acostar para relajar.

La mamita estaba tan cansada, que echada en el piso como yo, se dormía entre contracción y contracción. Se la notaba muy tranquila y relajada, me inspiro una total confianza.

Miraba bajo todas las mantas y con gestos de su cabeza y mirada me decía que todavía faltaba. Me preguntó si yo había estado tejiendo durante el embarazo, y si claro, de oficio artesana, tejo de todo la mayoría del tiempo. Inclusive embarazada. Murmuró algo de que seguramente se había enrollado el cordón o el bebé y eso complicó la situación. Pidió a Marcos un ovillo de lana y me mostró como armarlo y desarmarlo sobre mi panza. Lo hice varias veces, sin entender muy bien porqué, me alejó de pensamientos negativos y me mantuvo ocupada por un rato. Pero claro, seguían las contracciones, intensas y más frecuentes.

En esta etapa le dio el lugar a Marcos para que me ayude a pujar. Cada vez que venía una, él apoyaba su torso sobre mi panza, yo me sostenía de su espalda y cuando él levemente se levantaba me daba fuerza para pujar. Así lo hicimos varias veces, mientras ella miraba bajo las mantas de tanto en tanto hasta darme la señal, el momento. Naim estaba muy próximo al portal, yo debía tomar fuerzas de lo inimaginable y ayudar a ese “Ser” a salir. Hasta que de pronto… ¡lo logramos!, el llanto fue la luz, lo inexplicable se apoderó de mi y sólo quería verlo.

Entre Marcos y la “Mamita”cortaron el cordón, lo limpiaron y vistieron rápidamente. Ya eran alrededor de las 19hs y el frió se hacia sentir. Me senté queriendo abrazar al bebe, pero ella me ordenó que no me mueva, dijo que el bebé estaría bien, todavía era yo la que corría peligro. Lo apoyó a los pies del colchón y dijo que él con su llanto llamaría a la placenta. Lo que fueron dos minutos se convirtió en una eternidad, en breve ya tenía a Naim próximo a la teta.

La mamita estaba muy cansada, nos preguntó si estaríamos bien para la expulsión de la placenta, serían unas contracciones más y ya todo terminaría. No lo dudamos, sabíamos que lo peor ya había pasado, se fue y mientras admirábamos a aquel hermoso bebe, el resto sucedió sin complicación.

Los días del posparto fueron duros pero gratificantes. ¿Inocentes? ¿Inconscientes? Entendí que habíamos sido muy osados, que la muerte se presenta tan fácil como la vida, que el universo es un misterio absoluto, incomprensible para nosotros, que la naturaleza es realmente muy sabia y hoy viendo a Naim de 6 meses durmiendo en paz, me siguen resonando las palabras de la mamita: SER MADRE DUELE.


A ella le decimos: Por hacerte presente sin buscar más que ayudar, brindando el tesoro de tu conocimiento en estado de amor y paz te convierte en maestra de la vida. Por todo esto te decimos: ¡GRACIAS!

Mariana.





A todas las mamas que estan prontas a pasar por la experiencia de dar a luz, les recomiendo
un libro llamado "Parto Instintivo" de Val Clarke. Para mi fue de gran ayuda.